A lo lejos, apagándose, se escucha el eco de la voz que afirmó sentirse enamorado de su mejor amiga. Mirándole a los ojos, sin censura y con ternura, le pregunta si estaba bien seguir con el encuentro. Bajó la mirada, a modo de autoregaño acomodó su voz, con calma y como si fuera el fin del mundo, en un impulso los justificó; "Lo siento, no puedo con mi sapiosexualidad, eres tan sexy, has dicho tantos factos y no sé".
Cayeron los vasos de cristal, los platos se rompieron, los interruptores fueron encendidos, apagados, encendidos hasta que la bombilla reventó. Esa noche que se prende y se apaga escolta a su voz en off, a la observadora que se sale de la escena bestial. Animales enredados. Qué era esa pasión que se desborda y quiere tragarse su rostro. Llegar a saltar a la profundidad. Siente el seso que es el deseo del otro, el cuerpo es un medio para llegar a él. Como fuego que arrasa con la noche y deja sus cenizas al viento esparcir. Ellos eran de las aves que se iban antes del alba.
Amaneció con el canto artificial del gallo despertador. El sonido del agua cayendo como lluvia de enero andino la saca de la introspección, entra a la ducha tibia. La música se pausa al mismo tiempo que la última frase que se repite como timbre de licorería; "Un activador de la sapiosexualidad". Seca su cuerpo y recorre con sus dedos el contorno de su rostro, piensa en la distancia, piensa en los egoísmos y se centra en el suyo; ¿He sido egoísta, cínica quizás? ¿O es un arrebato de pura curiosidad? No todo el tiempo se prenden los juegos artificiales. Cierra la puerta, guarda sus llaves y se coloca sus auriculares para transitar en el cuerpo de esa mujer de mediana edad que vuelve a la rutina del pueblo chico, infierno grande.
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